Atreverse.
Un día, sin más, dejó de preocuparse. Todas las obligaciones que revolucionaban sus horas del día, una semana tras otra, un mes tras otro, se habían esfumado. Se había dado cuenta de que daba igual si se levantaba cinco minutos más tarde cada mañana, de que el correr para alcanzar el metro de las 8:12 era estúpido y de que era mucho mejor, infinitamente mejor, desayunar en la cafetería, disfrutando del café y del croissant, a hacerlo en el despacho, tomando aquel asqueroso brebaje de máquina servido en vaso de plástico. Los expedientes estaban apilados en riguroso orden cronológico. Tenía la sistemática costumbre de dedicarles un tiempo específico a cada uno, una de sus muchas manías, pero, desde hacía algo más de dos semanas, había comenzado a cambiar el procedimiento. Y aquella mañana, hizo algo más, algo que nunca había hecho antes.
Se le ocurrió cuando miraba por la ventana de su despacho. Desde ella veía los bellos edificios del otro lado de la calle, de principios del siglo XX, idénticos al que ocupaba el bufete en el que llevaba trabajando doce años. En todo ese tiempo había cumplido al máximo nivel con las expectativas que había generado al ingresar en aquel selecto grupo de abogados - un emporio familiar de letrados de raigambre que podía permitirse el lujo de contratar, solamente, a quien era el número uno de cada promoción-. No en vano, se jactaban de llevar los mejores casos, los de más renombre, los de más proyección social. Él formaba ya parte del engranaje como una pieza pulida y ajustada. Siempre estaba dispuesto a trabajar las horas que fuesen necesarias, renunciando incluso a fines de semana y a vacaciones con tal de demostrar que no se habían equivocado al elegirle. Alguno de los colegas que ahora estaban en un nivel inferior al suyo había insinuado que su actitud era servil. Él, en cambio, creía que debía demostrar lealtad. Y ahí estaba ahora, gracias a aquella lealtad, en un despacho donde se veía el dinero en lo valioso del mobiliario, atendido por dos asistentes personales que en aquel momento, al otro lado de la puerta, estarían programando su agenda para el resto de la semana.
A eso de las once y media se levantó del sillón sin recoger los papeles que estaban en ese momento sobre la mesa, se colocó la americana, se enderezó la corbata y buscó su móvil en el bolsillo del pantalón. Lo sacó, lo silenció y lo dejó al lado del teléfono fijo. Se quedó quieto un momento, mirando la punta de sus impolutos zapatos de ante marrón oscuro como si necesitara mirarse los pies para inducirles a hacer lo que su cabeza ya había decidido. Enderezó la espalda, miró al frente y salió del despacho cerrando la puerta con exquisita suavidad. El miedo a dar explicaciones le hizo adoptar un gesto serio al dirigirse a sus ayudantes. “Voy a estar fuera el resto de la mañana –les dijo-. Recoged los recados, por favor”, y salió pasillo adelante en busca del ascensor. Aunque extrañados, ninguno de los dos le preguntó a dónde iba.
Caminó deprisa, con el aplomo de quien ha tomado una determinación, de quien tiene muy claro su objetivo. En veinte minutos, se halló ante la puerta de la terminal de autobuses y pocos segundos después, ante una de las ventanillas de expendeduría de billetes. La eligió porque solo había dos personas haciendo cola. Cuando le llegó el turno, pidió un billete.
- ¿Para dónde? -le preguntó el expendedor.
- El lugar me da igual. Deme un billete para el autobús que salga antes y, por favor, no me diga a dónde va, sólo la dársena de la que sale.
El empleado no hizo comentario alguno y se limitó a buscar en la pantalla del ordenador la hora de salida más próxima, a expedir el billete y a extenderlo por la abertura del mostrador al tiempo que indicaba el importe.
-Aquí tiene, la cantidad exacta.
- Dársena 5, -le indicó el vendedor-, y recogió el dinero del hueco del mostrador.
Con el billete en la mano, bajó la rampa mecánica que daba acceso al piso inferior de la estación, un espacio semicubierto en el que la red de autobuses que cubrían rutas nacionales y provinciales efectuaban las salidas y llegadas. Buscó el rótulo con el número que el hombre le había indicado. Allí estaba ya, en marcha y con la puerta abierta, un autobús de color azul al que algunos viajeros estaban subiendo. Se obligó a no mirar el cristal frontal y cuando anunciaron la salida por los altavoces descubrió el nombre de la ciudad hacia la que estaba a punto de partir. “Bien –se dijo-, a fin de cuentas, ¡qué más me da!”, y se pasó las dos horas largas que duró el viaje alternando la mirada entre la pantalla del televisor empotrado en la parte superior del parabrisas –en el que se exhibía una película sin sonido-, y el paisaje ligeramente verdeante que veía a través de la ventanilla, arrinconado por su compañero de asiento, un voluminoso hombre de unos setenta años que trataba inútilmente de mantenerse en su lugar y que, una y otra vez, terminaba empujándole –involuntariamente, eso sí-, contra el reposabrazos.
Solo un instante ocupó su cabeza el despacho, cuando se preguntó cómo habrían reaccionado sus jefes, sus colegas, al comprobar que no regresaba ni se ponía en contacto con el bufete para dar noticia alguna. No le importaba en absoluto, experimentaba una sensación de liberación que le mantenía extrañamente alegre, en una especie de trance que le impelía a seguir adelante con su experimento.
Cuando llegó a destino bajó del autobús. No había horarios, ni agenda, ni compromisos que cumplir más que el que había adquirido consigo mismo. Se sintió hambriento, necesitaba comer algo y, esa vez, no sería una triste ensalada, como las que le obligaba a comer su novia en un empeño infructuoso de que perdiese esos kilos que, según ella, le sobraban.
Eran las tres y media, solo habían pasado algo más de ocho horas desde que se había levantado aquel día y, sin embargo, su casa, su trabajo, su ciudad, se le antojaron lejanos, irreales, desprovistos de color, difuminados. Qué le estaba ocurriendo, no lo sabía, pero le gustaba y hacía mucho, mucho tiempo, que no se sentía así de bien. Lo que tenía era ansia, casi codicia, por agarrar la vida, aquella que había perdido de vista y que, de pronto, apareció de nuevo ante él, limpia, hermosa. Entera.
Rosa María Bobillo, 2015