Candelario.
Ya es la hora. Candelario se levanta del poyo en el que lleva sentado un buen rato y se dirige a la casa, aparta la cortina que protege la ajada puerta del sol y del viento, y entra para recoger el bocadillo que tiene preparado desde la hora del almuerzo. Lo ha envuelto en ese papel de aluminio que le trae Leandro de la tienda del pueblo una vez a la semana, cuando viene para aprovisionarle de alimentos y pasa con él algunas horas para ponerle al día de las noticias de los vecinos y para ayudarle con algún arreglo en la casa o en la diminuta tierra de labor que hay justo detrás de ella.
Antes, solía envolver los bocadillos en periódicos viejos, pero Leandro le ha convencido de que eso no es sano y le trae ese papel que brilla y se rasga con solo mirarlo. Aparta otra vez la sobada cortina, sale y emprende el camino. Le esperan veinte minutos hasta llegar arriba, a la cima del teso, siguiendo una pelada trocha abierta por él mismo hace ya más de cuarenta años a fuerza de subir y bajar con el rebaño de cabras. Allí están también hoy, pastando.
Hace el mismo recorrido todos los días. Cuando al alba el sol le dice que la jornada comienza, se levanta, se viste y lleva el rebaño hasta la zona más alta del monte. No tiene perro que lo guarde ni que le ladre; tuvo uno, que murió de viejo, y no ha querido volver a tener otro. Deja a las cabras solas y rehace el camino para desayunar un tazón de leche recién ordeñada que calienta previamente en la lumbre y en la que va mojando el pan duro para reblandecerlo. Después, ocupa el día en trajinar en el corral, echando un ojo al sol de vez en cuando para comprobar la hora. Tampoco tiene reloj, mide el día según la dirección de las sombras y según el aroma que le llega en cada momento. “Cada hora tiene su olor”, le dice siempre a Leandro. Sus conocimientos de cocina son muy limitados, sabe lo justo para alimentarse bien. Aprendió de su madre y de su mujer recetas sencillas que prepara con los productos que la tierra le da y algo de pescado. El dinero no le da para mucho y el pescado es caro, pero puede permitírselo un par de veces al mes.
Tiene televisor desde hace tres años. Leandro, además de ser el tendero del pueblo, es también el alcalde y no paró hasta conseguir que instalaran una torre de hierro enorme y altísima –repetidor lo llamó él-, para que los vecinos de las zonas más apartadas pudieran saber de las noticias que suceden más allá de las fronteras de este pequeño paraíso en el que viven. Lo cierto es que el invento le gusta, así que, después de almorzar y reposar la siesta, suele ver esas novelas que ponen por capítulos y que parecen no acabar nunca. Le entretienen y le ayudan a estar en contacto con la voz humana. También lee periódicos, aunque siempre son ediciones atrasadas. Leandro se los trae cuando viene a verle. A él le da lo mismo la fecha; mira las fotos y lee despacio porque apenas si fue a la escuela y le cuesta trabajo deletrear. Se ayuda con el dedo índice y va silabeando en voz alta al paso de éste por debajo de las letras para juntarlas y encontrar el sentido completo a las palabras encolumnadas en el papel.
Ya es la hora. El gran balón naranja está a punto de descolgarse. Candelario, entre parada y parada, ha llegado arriba. Cuenta las cabras y comprueba que no ha de ir en busca de ninguna que se haya alejado más de la cuenta, se sienta en la gran roca negra que está justo en el rompiente del teso sobre el horizonte y que se halla bordeada por pequeños ramilletes de margaritas silvestres. Mira al infinito durante un buen rato, recorriendo con la vista el extenso territorio bajo sus pies. A lo lejos, ve una hacienda, por el patio corre un niñito de unos seis años. Es delgado, moreno, lleva un pie descalzo y el otro resguardado apenas con una vieja alpargata que tiene un gran agujero en la punta. Lleva puesta una camisa que le está grande, que debió ser blanca - y que ahora presenta tintes grisáceos y está llena de manchurrones-, y unos pantalones cortos de tela gris. Puede advertir que tiene una herida en la rodilla, mas, a tenor de la expresión alegre de su cara, no parece que le duela. “Probablemente se habrá caído haciendo alguna travesura”, piensa Candelario. Llama su atención un hombre que sale del corral, cargado con un cubo rebosante de leche. Es cabrero, como él. Lleva las mangas de la camisa remangadas hasta los codos. Tiene las manos grandes. Como él.
Gira la vista a la derecha, hacia la casa. Ahora, el hombre y el niño ya no están en el corral, sino dentro, en la cocina de la vivienda. Puede verlos a través de un amplio ventanal que está abierto de par en par y deja entrar en la estancia el fresco del atardecer. También ve a una mujer. Es bajita, tiene el pelo rojizo y se mueve ágilmente de un lado al otro. Su cara está enrojecida. Sobre la mesa de madera oscura en la que seguramente cenarán hoy, como siempre, hay tres grandes y esponjosas hogazas de pan, así que su sofoco se deberá, sin duda, al hecho de haber estado cociendo la masa en el horno. Remueve el guiso que tiene en la lumbre y da a probar un poco al niño con una cuchara. Cuando el muchacho se come el bocado a la mujer se le abre una sonrisa que le sale de los mismos ojos.
Más allá, un horizonte de cielo líquido cae sobre la casa y la hacienda, es el mar. Dentro de un rato se volverá negro y apenas se distinguirá de la arena de la playa. Mar y cielo negros, negra arena. No, no es negra. Él bien lo sabe porque ha cogido millares de puñados de ella en estos setenta y ocho años que ya le encorvan. De lejos parece negrura, mas en las manos relucen sus brillos nacarados entre la oscura roca pulverizada. Ha visto en televisión que la arena de las playas de otros lugares es marrón o casi blanca. La de aquí, la suya, es oscura. Morena. Como él.
Entre tanto, en la casa, ya se han sentado a la mesa. “Venga, cena, que se hace tarde, Candelario” -dice la mujer de cabello de fuego. Y Candelario desenvuelve el bocadillo y cena despacio, mientras el sol le cita para el día siguiente y se va, dejando tras de sí una extraña línea verde a lo largo del sinfín.
Rosa María Bobillo. Mayo de 2015