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Mil palabras, dos imágenes

 

Foto número uno.

Verano. En una cafetería frente al puerto deportivo, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. A través del gran ventanal se ve a los alumnos más madrugadores de la escuela del club náutico y se divisan varios yates anclados. Una luz grisácea y brillante atraviesa el cristal y ayuda a desperezarse a la clientela –los habituales y algunos turistas-, que se reparte por las mesas y por la barra. Los camareros toman nota y sirven las comandas de los desayunos. Zumos de naranja, cafés con leche y croissants a la plancha llenan las bandejas que van y vienen, y algunos clientes esperan turno para poder echar un vistazo a los periódicos del día. Hay quienes a esta hora ya mantienen conversaciones de teléfono para programar la jornada de trabajo y hay quien echa un vistazo matutino a sus redes sociales para comprobar los “likes” que ha obtenido la última foto que subió o qué es lo que ha pasado en el grupo de “whatsapp” de amigos desde anoche.

En la parte izquierda de la barra, justo al lado de la puerta abierta, hay una pareja, hombre y mujer, ambos de unos sesenta años. Los rasgos de ella son asiáticos. Ambos visten prendas muy ligeras, no muy acordes con la gélida temperatura de la mañana. Da sensación de frío ver sus pies apenas recogidos en simples sandalias de tiras cuando la lluvia está cayendo con tanta fuerza que crea gorgoritos de agua al caer sobre la calzada. Ocupan dos taburetes o, mejor dicho, es la mujer quien los ocupa, ya que en uno está sentada ella y el otro lo ha utilizado para dejar su bolso. El hombre está de pie, mirando a la calle, apoyado de espaldas en la barra y no parece estar tomando nada, ya que no hay ninguna taza o vaso a su lado que de fe de ello. La mujer tiene ante sí una copa de vino tinto.

En un momento dado, el hombre se dirige a las dos máquinas de juego que están en el rincón y que ya están encendidas. Saca unas monedas del bolsillo del pantalón y las echa, una tras otra, en la ranura metálica de una de ellas. Pulsa los botones de juego, cuyas luces amarillas y verdes parpadean constantemente. Al cabo de unos minutos y, ante el fracaso de no haber ganado nada, prueba suerte en la otra, pero el resultado es el mismo, ha perdido todo lo jugado y vuelve a la barra sin abrir la boca. Mira con desgana hacia un lado y hacia el otro, después camina hasta la puerta y se planta en medio, con las piernas abiertas y las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón, haciendo tamborilear los dedos, en un evidente gesto de impaciencia por irse de allí. En todo ese lapso de tiempo, ni él dirige mirada alguna a la mujer ni ella le dirige a él la más breve frase.

 

Por fin, ella da por terminada su temprana libación del vino, aparta de sí la copa, prácticamente vacía, recoge el bolso de la banqueta y esa es la señal muda que les pone en marcha. Salen y pasan por delante del gran ventanal. Él va un par de pasos por delante, encogido de hombros y mirando al suelo, y ella abre el paraguas para protegerse de la lluvia que sigue cayendo pertinaz. Desaparecen.

Quizá sea una de las mayores soledades, la de quienes están juntos, sin desearlo.

 

Foto número dos.

Verano. Paseo marítimo. Ocho y cuarto de la tarde del mismo día. Las nubes se han retirado y permiten disfrutar del tímido retiro del sol que baja cadencioso desde el cielo hasta el mar, atravesando su línea de comunión. Animados por la buena temperatura, son muchos los que están dando largas caminatas por la playa y también hay mucha gente haciendo compras y aprovechando para tomar algo, hasta que llegue la hora de la cena. Los bares y restaurantes están muy animados, las luces de las farolas están comenzando a encenderse y, en las tiendas, los dependientes apuran hasta el último minuto para atender a los clientes que deambulan por sus locales.

En la zona del paseo, entre la animada concurrencia de paseantes y al lado de la barandilla de hierro pintada de blanco, viene un hombre, ya mayor, empujando un carrito de bebé en el que duerme un niño de algo menos de un año de edad, su nieto, probablemente. Camina despacio, deteniéndose de vez en cuando para volver la cabeza y, después, proseguir al mismo ritmo. Pocos pasos más atrás, una mujer bajita, cargada con dos chaquetas de punto, se ha detenido y se ha apoyado en la baranda. El hombre la mira y se gira otra vez para ver si el niño sigue durmiendo. Le recoloca la pequeña mantita de color verde pistacho que le cubre desde los pies hasta el pecho y comprueba una vez más que los cinturones de sujeción estén bien ajustados.

Mientras, la mujer ha llegado a su altura. Va a haber mucha resaca mañana, dice. El hombre mira hacia el mar y asiente con la cabeza. Agarra con firmeza el asidero del carrito del bebé y reemprende la marcha. Mira al frente con la cabeza alta, erguido, fijándose bien en llevar la sillita bien recta, en no tropezar con nadie. Ella permanece a su lado durante unos pocos pasos pero, poco a poco, vuelve a retrasarse. Con las dos chaquetas colgando de su brazo, recorre con la vista los edificios, a la gente con la que se cruza y, de hito en hito, se detiene para mirar al mar, para descansar y para saludar a algún conocido que otro. Cuando se da cuenta, se ha quedado muy atrás, el hombre ha llegado al final del paseo, ha dado la vuelta y ya está de regreso.

Quizá sea una de las mayores compañías, la de quienes, aun en la distancia, se saben cerca.


 

Rosa María Bobillo. Agosto 2017

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