Lento.
Lento, como paso de procesión. Así caminaba el reloj que colgaba de la pared. Milagros lo miraba de hito en hito, a la vez que ojeaba una revista a la luz de media tarde que entraba por la ventana, sentada a la camilla cubierta con un mantel de ganchillo. Hacía un rato que habían sido las cinco y veinte. Ahora eran las cinco y media.
Milagros ya era muy mayor, pero se mantenía en forma, tenía buena vista, el reloj era grande y las agujas lo bastante oscuras como para que las distinguiese bien. Tenía buena salud, la ayuda de Tonia -del servicio de ayuda a domicilio, que iba a casa los lunes, miércoles y viernes-, tenía un hijo y una hija, y nietos, también tenía nietos, tres. Marido no, ya no.
Otro repaso a la revista. Las seis menos veinte. Ese día era su cumpleaños, ochenta y dos desde que naciera, coincidiendo con las primeras cencelladas del invierno. En el silencioso comedor se oían, como un goteo gemelo, el tic y el tac del reloj. Tic, tac, tic, tac... Las seis menos diez.
Rosa María Bobillo. Noviembre 2017