La caja de seda azul.
Encontró en el fondo del baúl una pequeña caja de tela de seda azul. Estaba algo ajada y descolorida en las esquinas y el cierre era una sencilla pestaña de latón dorado, labrada en arabesco y sin cerradura. Tiró de la pestaña, levantó la tapa y vio que contenía cartas sin sobres, dobladas y amontonadas unas sobre otras en ligero desorden. Reconoció la letra y se dio cuenta de que había llegado a sagrado. Aquellas cartas no iban dirigidas a ella, pero, aun así, intuía lo que decían. Hacía más de cincuenta años que habían sido escritas, que, tras viajar miles de kilómetros desde una pequeña población saharaui y atravesar el cielo sobre el océano, habían llegado a las manos de su destinataria. En aquellos papeles se habían depositado muchos proyectos, sentimientos y deseos que a saber si algún día se vieron cumplidos. A través de aquella relación epistolar seguramente se habían realizado preguntas importantes a las que se habían dado respuestas igual de trascendentes.
No las tocó. Una cosa era vaciar los muebles y otra bien diferente atropellar el secreto de la relación entre los dueños de aquellas misivas. Pensó en sí misma, en el sentimiento de incomodidad y de desagrado que le provocaría que alguien accediera a su intimidad sin su permiso. Se había comprometido a buscar un nuevo destino a los enseres de la casa y no era fácil reubicar todo lo acumulado allí a lo largo de los años. Había que deshacerse de muchas cosas inservibles, decidir qué merecía la pena conservar y qué no. Sin embargo, aquel hallazgo hizo que se planteara una cuestión ética. Si la caja de seda azul reposaba en el fondo de aquel baúl, bien protegida y a salvo de ser encontrada fácilmente, era por algo. Estaba deslucida, sí, pero por los años, no por el olvido. Tenía dos posibilidades en cuanto a cómo actuar al respecto: una, conservar aquellas cartas, guardarlas en el fondo de otro baúl o de algún cajón; la segunda opción era destruirlas. Y se inclinó por lo segundo.
No obstante, no lo hizo enseguida. Aún había mucha tarea por delante, tenía que revisar estantes y armarios, y embolsar un montón de trastos viejos que tendrían que ir irremisiblemente a la basura. De modo que cerró la tapa de la caja y la colocó en el mismo lugar en el que la había encontrado. Le pareció buena idea dejar que aquellas palabras enmudecidas siguiesen su letargo, cobijado en el silencio oscuro del baúl unos días más. Después, las convertiría en cenizas con el fin de alejarlas para siempre de la curiosidad de ojos ajenos. Aquellas palabras se habían quedado huérfanas, ya no pertenecían a nadie. Quien las había sentido y escrito se había ido, lo mismo que quien las había leído y atesorado, y creía aconsejable que ellas emprendiesen su mismo camino. Las quemaría, sí, pero conservaría la caja de seda azul. Quizá algún día aquella caja tuviera que conservar otras cartas, otros proyectos, otras vidas, incluso la suya, quién sabe.
Rosa María Bobillo. 2017