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La promesa


Le apetecía conocer el lugar sin testigos y descubrir si seguía siendo como Víctor se lo había descrito o si, por el contrario, ya solo existía así en los recuerdos de su marido. Tenía tan claro lo que quería hacer, que ni siquiera tuvo que tomar la decisión. Le fue fácil orientarse. Aún sin conocerlo, cada recodo le parecía familiar y, cuando llegó al final de la larga cuesta que descendía hacia la derecha, en dirección a la ermita, sus ojos vieron el punto exacto. El muro del que él le había hablado seguía allí, prácticamente derruido y tragado por la maleza. Una chapa clavada a un poste vertical que había en el esquinazo que formaban el muro y una pequeña subestación eléctrica, indicaba la salida del pueblo hacia la carretera comarcal. Las ramas desnudas de las zarzas, espinosas, resecas y retorcidas, pendían hacia el suelo endurecido. Cogió la caja precintada que llevaba en el asiento delantero y salió del coche. 
 

Los meses le pesaban como losas de mármol. El libro se había publicado en enero y Víctor había disfrutado del éxito rotundo como un niño grande. Solo dos meses después, su cansancio era visible, así que, cuando con abril llegó el sol, invadiendo las calles con esa sensación benéfica del primer calor de la primavera, de la vida nueva que se insinúa primero y revienta después por todas partes, se aficionó a dar largos paseos siguiendo la ribera del río, que pasaba lleno de fuerza y henchido de agua, buscando recuperar el vigor y las fuerzas perdidas. 

 

Parecía que, por fin, los buenos tiempos habían llegado para quedarse. Ella se levantaba cada mañana, contenta de verle arrebujado en las sábanas, aún dormido. Se vestía y salía disparada hacia el trabajo, y pasaba la jornada esperando la hora de comer para sentarse con él a la mesa y escuchar lo que había hecho durante las horas que no habían pasado juntos. Por entonces, Víctor se había aficionado a la cocina y era divertido verle trajinar entre cacerolas y sartenes, corriendo de un lado a otro buscando tal o cual ingrediente o abriendo el frigorífico para poner a enfriar un postre, o probando un vino que le habían recomendado en la tienda de debajo de su casa. Tras el café, ella sesteaba a medias en el sofá y él se iba al estudio. No pasaba ni un minuto cuando oía el golpeteo de sus dedos sobre las teclas del ordenador. Víctor volvía a escribir y aquello hacía que se sintiera llena de amor hacia él; no necesitaba más que oírle, a través del pasillo, para sentir una inmensa felicidad. 

 

Pero lo que se pierde, no se recupera jamás. En último caso, y sólo si se tiene una memorial fiel, se pueden evocar los momentos dulces y los recuerdos amables para ensoñarse unos instantes porque, si de engañarse se trata, también se puede. Ahí comienza el juego, poderoso y peligroso juego, de la razón contra el alma. El alma cabalga a lomos de la sinrazón y persigue y presiona a la sensatez hasta acorralarla. El peligro está en traspasar la frontera invisible entre la cordura y la locura, y no tener la lucidez indispensable para encontrar el camino de vuelta. Elena había estado a punto de pasar esa línea en varias ocasiones, aunque, de momento, el péndulo seguía deteniéndose en el centro. Parte de su vida se había convertido, sin desearlo, en simples despojos y se estaba deshaciendo de ellos a fuerza de riñones. Cual serpiente, trataba de liberarse de la piel vieja para guarecerse tras una nueva armadura. Inválida de fuerza, recogía, con la avidez de un hambriento, cada migaja de estima que le dedicaban. El proceso estaba siendo largo y tenía la impresión de que quien caminaba, dormía, pensaba, comía o vivía su vida, en definitiva, no era ella, sino una desconocida a la que veía desde fuera. Había llegado al extremo de hablar en voz alta consigo misma para asegurarse de que no era así y se repetía una y otra vez, que lo pasado, pasado estaba. Lo que ocurría, era que el pasado se obstinaba en pisotear cada uno de sus presentes. Por eso, había decidido hacer otra intentona y realizar una especie de ofrenda, buscando con aquel gesto algo parecido a una purificación, una catarsis que la devolviera a la luz. 

 

Dejó la caja en el suelo, buscó en su bolso el paquete de cigarrillos y encendió uno. Con la primera calada llegó el desahogo. Estaba pensando en dejarlo. Apoyada en el capó, dejó vagar sus ojos por el paisaje, un paisaje yermo, iluminado por el frío sol de enero, en el que se distinguían leves indicios de una primavera que pretendía llegar antes de tiempo aquel año. “Todo cambia demasiado rápido”, pensó. 

Un día de tantos, había llegado a casa y lo había sentido. Era el silencio de la ausencia. Víctor se había ido, estaba segura. Se quedó parada en medio del pasillo, dudando entre recorrer los metros que la separaban de la cocina, de la que provenía una luz muda o quedarse allí, quieta, hasta que aquella desazonadora sensación se volatilizase. Se obligó y avanzó despacio, un paso, luego otro, sabiéndolo, temiendo encontrarse con lo que con certeza la esperaba. Entró en la cocina y buscó una nota inexistente sobre la mesa, en la puerta del frigorífico. Nada. Fue a su habitación en busca de una maleta que esperaba no encontrar, pero la vio ya antes de llegar a la puerta, en la parte alta del armario, como siempre. Su mirada se quedó clavada en aquella maleta gris, un segundo, otro..., interminable lapso de tiempo. Sabía que debía cambiar la dirección de su mirada, pero no quería, no quería, no quería... Bajó la cabeza, miró sus zapatos y siguió el camino que le marcaban las líneas cuadriculadas de las baldosas del suelo. Había llegado. Se arrodilló sobre la alfombra y le acarició el pelo, la cara, aquellos ojos cerrados de quien era su vida. Le costó dejar escapar el primer sollozo; después, el embozo de la sábana se empapó de sal. 

 

Se agachó, apagó el cigarro -casi consumido-, abrió la caja y extrajo de ella la pequeña urna. La destapó y volcó las cenizas sobre la tierra helada que mantenía apretados los fuertes y nudosos troncos de las zarzas. Luego, guardó la urna vacía y la caja en el maletero. El frío que la atería la decidió a regresar al refugio cálido del automóvil y a emprender el camino de regreso. Cuando dejaba atrás el pueblo se prometió a sí misma que no volvería a aquel lugar. “Lo pasado, pasado está”, se dijo.

 

 

 

Rosa María Bobillo. Diciembre, 2014

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