Las piedras de nuestra calle.
Si elaborásemos una lista de dos columnas para separar las cosas que consideramos que nos merecen la pena de las que no, probablemente aquellas que nos entusiasman superarían en mucho a las que nos desazonan, aun a sabiendas de que hay días en que nuestros sentidos andan descabalados y pateamos descalzos un charco tras otro. Sin embargo, son muchos, muchos más, esos días en los que podemos recogernos al final de la jornada detrás de nuestra sonrisa y son esos mismos días los que nos ayudan a dejar a un lado los otros, que no olvidarlos, porque el olvido no se elige, como no se eligen otras muchas cosas en esta vida.
Desear estar, querer estar y tener ilusión nos hace crecer como personas, enriquece nuestro talento y nuestro espíritu, pero lo fundamental es poder elegir cuándo, cómo y, sobre todo, con quién estar. La honestidad nos lleva lejos, aunque no nos movamos de nuestro sitio. No debemos mentir, porque cada vez que lo hacemos, nos envilecemos y empequeñecemos. Quizá sea por eso por lo que las personas indignas acaban con sus rostros convertidos en rictus ásperos y marcados por arrugas de amargura -que no de experiencia-, porque ese tipo de personas disminuyen de tamaño -físico y moral-, sin remedio, y sus cuerpos son demasiado grandes para la poca alma que envuelven.
Nuestra calle es la que nos da verdad, la que nos dice: "por aquí has pasado muchas veces a lo largo de los años y, siempre que me has recorrido, te he conducido bien". Hay un momento en que hemos de decidir un rumbo determinado y ponernos en marcha. El camino que tomemos será el correcto y qué más da lo que podría haber deparado el destino en caso de haber elegido otro. Lo importante es disponer de una vida para seguir ruta, hacerlo durante el tiempo que nos sea dado y procurar escuchar el sonido de las piedras de nuestra calle lazarilla.
Rosa María Bobillo, 2015