Los ojos de Paul.
La miraba con esa mirada suya, tibia, sincera, y escuchaba atentamente toda la perorata que salía de sus labios esperando con paciencia a que terminara. Ella, sin embargo, le miraba desde la superioridad y le hablaba enérgica, seria, realmente enfadada, hilando una palabra tras otra, hablando deprisa, en voz alta, casi chillando.
“La próxima vez que te vayas – le decía, apuntándole amenazante con el dedo índice-, no estaré dispuesta a acogerte cuando regreses, como he hecho esta vez. ¡No puede uno irse de casa, así, sin más, y esperar que no ocurra nada, que no pase nada! ¡Llevo desesperada una semana, no he pegado un ojo estas noches, me llegan las ojeras al suelo! ¡Todos están hartos de mis llamadas insistentes preguntando por ti, pensando que estoy loca o algo por el estilo. Y tú, sin embargo, regresas tan campante, como si dejarme abandonada estos días fuese lo más normal del mundo! Te lo advierto: la próxima vez, te quedas en el lugar donde hayas estado, no vuelvas con el rabo entre las piernas." Dicho lo cual, le dio la espalda y se fue a la habitación.
Se sentó y miró la puerta que ella acaba de cerrar ante sus narices. Realmente, se había extralimitado pero es que ella no entendía que se había enamorado y el amor es el padre de las locuras. Hacía diez días que los vecinos de la esquina había llevado a casa a aquella preciosidad de perrita caniche de ojos tiernos y, si no se hubiese espabilado, el imbécil del corgi galés que rondaba por el jardín del sacerdote le hubiera pisado el terreno. Él era un husky de preciosos ojos azules, el Paul Newman de los perros, y tenía su orgullo; así que su ama tendría que acostumbrarse a la nueva situación, sí o sí.
Rosa María Bobillo. Noviembre de 2014.