Muros.
Decidió salir de la autovía hacia una carretera comarcal y a pocos kilómetros, justo a la entrada de uno de los pueblos que flanqueaban la vía, reparó en un enorme grafitti que resaltaba en negro sobre la pared lateral de una caseta erguida en la misma linde de un terreno de labor. En letras mayúsculas, estaba escrita la palabra “FUERA”, aunque la última letra estaba sin acabar. Daba la impresión de que al autor no le había dado tiempo a terminar o de que había calculado mal y se le había acabado la pintura. Fuere por una razón u otra, no había vuelto para rematar el trabajo. Meditó sobre lo que habría querido decir al escribirla. “Fuera”. ¿Quién o quiénes? ¿De dónde? ¿Acaso aquella persona lo que había deseado era tan simple como que quitaran aquella caseta de allí o se refería a otra cosa? Considerados por unos como una expresión artística más, rechazados por otros al considerar que aquellas pintadas daban a las ciudades aspecto de dejadez y de suciedad, los grafittis creaban polémica en muchas ocasiones. No pudo por menos que recordar una fecha, que le vino a la cabeza de forma automática unida a la imagen de otras pintadas muy especiales que había visto por televisión una noche de 1989 -en concreto, la del nueve de noviembre-, en la que había tomado una de las decisiones que, con el paso del tiempo, más decisivas habían resultado ser en su vida.
Aquella noche había llegado a casa con la noticia que acababa de escuchar en la radio del coche, zumbando en sus oídos. Natalia estaba sentada en el sofá, hojeando una revista, y no se había enterado de nada.
-¡Hola! – la saludó eufórico mientras se acercaba a toda prisa hacia el televisor para encenderlo. ¿No lo estás viendo?
- Hola. ¿El qué?
- Acabo de oírlo en la radio mientras venía. ¡Es la noticia del año!
- ¿De qué hablas? ¿No me das un beso?
- Claro. Perdona.
Se inclinó y la dio un beso fugaz en los labios, rozándolos apenas; lo único que ocupaba su mente era lo que acontecía en ese mismo instante en un lugar a muchos kilómetros de distancia.
-¡Mira, están derribando el muro!- dijo, entusiasmado. Y se sentó a su lado.
-¡Qué bien!, -exclamó divertida dirigiendo su mirada, primero hacia el televisor y luego hacia él-. ¿Y cuál es el muro en cuestión, si puede saberse?
La miró, atónito.
- Desde luego, a veces parece que estás en las nubes. ¿Cómo que cuál? ¡El de Berlín! ¿No te das cuenta de que es un momento histórico?
- Oh, sí, por supuesto que me doy cuenta –contestó mientras colocaba los brazos alrededor de su cuello y le aplastaba contra el respaldo del sofá-. Pero, ahora mismo, me interesas más tú. Y comenzó a besuquearle por toda la cara.
La situación era de lo más estimulante, pero Emilio no podía apartar la mirada del televisor y se zafó como pudo de los tentáculos de su novia.
-Espera un momento –y agarró sus manos para que le atendiese-. Luego me toqueteas todo lo que quieras, pero ahora, déjame ver esto, anda.
- Como quieras –concedió ella, modosa-. Tú te lo pierdes. Bien, vamos a ver la gran noticia, así quietecitos, como dos niños buenos –bromeó, haciendo pucheros en un simpático gesto infantil.
Los presentadores del informativo especial repetían una y otra vez los textos de las notas que les pasaban a medida que se conocía más sobre el hecho que estaba teniendo lugar en directo y al que ellos estaban asistiendo como espectadores, sentados uno al lado del otro. Las imágenes fueron llegando y el mundo pudo ver el derrumbamiento de un muro que había dividido y avergonzado a Europa durante treinta años. En las inmediatas horas de la tarde y tras una rueda de prensa ofrecida por miembros del partido en el gobierno de la Alemania oriental, los berlineses “del otro lado” dieron por hecho que los pasos de control estaban abiertos y se acercaron ansiosos, exigiendo que les dejasen pasar. Los habitantes de la parte occidental también acudieron y al final, unos y otros, terminaron por atravesarlo sin que los soldados que hacían guardia, influidos por la confusión general que reinaba en aquellos momentos, hicieran nada por impedirlo. Eran las once de la noche cuando se abrió el primer punto de control, después, se abrieron los demás.
En la mañana del día siguiente, viernes diez de noviembre, y ante una muchedumbre presa de una alegría incontenible, la frontera se abrió definitivamente para no volver a cerrarse nunca, la situación se desbordó y la gente acudía en jubilosa peregrinación hasta el muro para ver con sus propios ojos lo que había podido ver horas antes por televisión. Había personas que reían y lloraban a la vez, que rezaban, cantaban, bailaban y brindaban con champán. Se sucedían los actos espontáneos de celebración, pero los momentos álgidos, los más emotivos sin duda alguna, fueron los reencuentros de familiares y amigos que habían permanecido separados durante treinta años por culpa de la ignominiosa actuación de dictadores y políticos sin escrúpulos, personas que volvían a abrazarse después de mucho tiempo en el que, si supieron los unos de los otros, fue a costa de arriesgar su libertad y, en algunos casos, la propia vida. Hubo quienes, armados con picos y mazos, la emprendieron a golpes contra el hormigón hasta que consiguieron abrir huecos grandes que permitían el paso de un lado al otro y los pedazos se mostraban ante los objetivos de las cámaras de los numerosos reporteros que fueron llegando hasta allí, para que el mundo viera cómo el muro se venía abajo. Lo que ocurrió aquella noche pasó de ser un sueño largamente anhelado por muchos, a convertirse en una hermosa realidad que cambió el rumbo político y social de Europa y del mundo entero para siempre.
Hacía tiempo que La Perestroika y la Glasnost –la reestructuración económica y la transparencia política-, impulsadas por el Presidente de la antigua Unión Soviética, Mijail Gorbachov, se dejaban sentir con fuerza y aquellos días los acontecimientos y las declaraciones se sucedieron a un ritmo vertiginoso. Muchos de los cambios políticos, económicos y sociales que se produjeron a partir de entonces en los países del este de Europa y en el resto del continente, tuvieron su origen en aquella noche de noviembre de 1989. Sistemas políticos dictatoriales que hasta entones parecían blindados e indestructibles, cayeron unos tras otros, por el efecto dominó, y los cambios conformaron un mapa político –y geográfico- abismalmente diferente al existente hasta entonces. Antiguos estados reemergieron para reclamar su sitio, para volver a disfrutar de su independencia como naciones soberanas y no como partes de países conformados según los acuerdos tomados después de la Segunda Guerra Mundial o en la época de la Guerra Fría. Hoy en día, algunos trozos del muro aún podían comprarse en los mercadillos de algunas ciudades y también algunos museos se habían apuntado el tanto y exhibían vestigios elocuentes de las voces, los gritos y los sueños estampados en el hormigón: mensajes pacifistas, citas revolucionarias y postulados en contra de leyes injustas, impuestas por tiranos; todos, con una misma misión, la de resaltar sobre el gris de aquella frontera antinatural, aquella cruenta línea divisoria, el derecho de los pueblos a otorgarse a sí mismos, sin otra imposición que la de las leyes democráticamente aceptadas, el orden normativo que garantiza, valida y protege la convivencia entre las personas y entre los países.
Emilio también vivió su propia borrachera de felicidad aquella noche, porque llevado por la oleada de optimismo generalizado, hipnotizado por todo lo que estaba viendo e imbuido por un impulso que no había sido capaz de controlar, se había decidido a hacer la gran pregunta:
- Natalia...
- ¿Qué…?
- ¿Por qué no nos casamos?
Después de ese día, había tenido que derribar tantos muros…
Rosa María Bobillo. Noviembre de 2014.