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El pueblo dormido.

 

 

-¿Qué pasará?

Se giró y vio a su compañero de asiento, mirándole. 

- Le decía que a qué se deberá que el tren se haya detenido -dijo el hombre, advirtiendo su extrañeza-.

Había estado tan absorto que ni siquiera se había dado cuenta de que estaban parados en medio de ninguna parte. No había apartadero, ni estación. Fuera, la tierra sola y empapada hasta donde se alcanzaba a ver y árboles dispersos cuyas ramas eran zarandeadas por el ventarrón como si fuesen plumas. Un asistente del tren llegó hasta donde estaban e informó a los viajeros -que escudriñaban ya a través de las ventanillas el motivo de la parada-, de que un poste del tendido eléctrico había caído sobre las vías unos kilómetros más adelante. Tendrían que esperar a que fuese retirado y les invitaba a pasar a la cafetería si lo deseaban. "Será cuestión de pocos minutos, disculpen las molestias", dijo. Algunos se levantaron de sus asientos y hubo algún que otro conato de protesta, pero la mayoría, en la que se incluía él, aceptaron aquella circunstancia que no estaba en sus manos remediar.

- ¡Vaya contratiempo! –dijo el hombre que iba a su lado-. Ya he perdido el tren de enlace. Tenía el tiempo justo al llegar a Madrid para cambiar de andén.

- Yo me quedo allí –contestó-. A mí me da lo mismo llegar un poco más tarde, pero hay una persona esperándome y no me gustaría que se preocupase. Voy a hacer una llamada, perdone.

- Faltaría más.

El móvil de Lola comunicaba, de modo que colgó y esperó a que ella le devolviera la llamada. 

- ¿Sabe dónde estamos? –preguntó a su compañero.

- No creo que falte mucho para Zaragoza.

El hombre estaba repasando unos documentos que había sacado de un bloc. Samuel echó un vistazo disimulado al membrete y leyó algo sobre sistemas de abastecimientos de aguas, pero no quiso pecar de indiscreto y dirigió la vista hacia la ventanilla para mirar afuera. No veía a ningún operario y tampoco se oía sonido alguno que indicara que estuvieran trabajando en las vías, así que supuso que el poste del que habían hablado, quizá hubiera caído lejos de la zona en la que ellos se encontraban y que, por prudencia, habrían mandado detener el tren en un tramo que estuviese lo suficientemente distante. Extrañado de que Lola no le llamara, insistió y marcó de nuevo. Esa vez, sí obtuvo respuesta.

- Hola -oyó decir a su mujer-.

- Hola. Te he llamado y comunicabas. ¿No has visto el aviso?

- Pues no... Estaba hablando con tu madre.

- ¿Te ha llamado? Me extraña...

- No, he sido yo, me pareció que debía.

- No tienes por qué, ya lo sabes. Ellos no se preocupan de llamarnos casi nunca.

- Ya... Simplemente le he dicho que estamos fuera. Me ha prometido pasar por casa un día de estos... 

- Que haga lo que quiera. De todos modos, tampoco tengo mucho que contarle. 

- Bueno..., dejemos eso. ¿Qué tal va el viaje?

- Por eso te llamo. Hay retraso, estamos parados en la vía. Por lo visto, ha caído un poste y están retirándolo ahora.

 -¡Oh, vaya! ¿A qué hora llegarás entonces?

- Ni idea. Dicen que será cosa de minutos, pero me temo que va para largo. Si quieres, no vayas a buscarme a la estación. Come por ahí y ya te avisaré cuando llegue.

- Bueno, qué le vamos a hacer, los imprevistos son así. Creo que haré lo que dices, sí, así no perderé el tiempo en la estación. ¿Sabes?  Me estoy pasando con las compras, pero un día es un día, ¿no te parece?

- Compra lo que te apetezca, para eso está la tarjeta de crédito –bromeó.

 - Pues ahora mismo estoy viendo unos zapatos preciosos en un escaparate. Voy a entrar a probármelos. ¿Te importa mucho que te deje con la palabra en la boca?

- Me importe o no, vas a hacer lo que quieras, así que...

- ¡Qué bobo eres! Cuelgo ya... Un beso..., y paciencia.

- Si, eso... Un beso.

Estaba convencido de que en el viaje de vuelta le tocaría cargar con el doble de equipaje que habían traído. Lola habría campado a sus anchas por los grandes almacenes y las tiendas, todo lo contrario a lo que ocurría en las ocasiones en que le llevaba a él de rémora, metiendo prisa y poniendo excusas tontas con tal de no probarse ropa. De pequeño había sido su madre quien se había ocupado de mantener al día su ropero y, después, cuando conoció a Lola y empezaron a vivir juntos, ella había tomado el relevo. A él le aburría recorrer las hileras de perchas -burros los llamaban y no le iba mal el nombre, porque los cargaban como a tales-, buscando la talla adecuada. Cuando oía a su mujer hablar de colores con expresiones como verde pistacho, rosa palo o marrón chocolate, en lugar de apetecerle ponerse la ropa, le entraban ganas de ir a cualquier sitio donde poder comprar algo dulce para comer. ¿Vamos a hacer un pastel?, se burlaba cuando su mujer se refería en esos términos al color de una camisa o de unos calcetines. Le hacía cargar con las prendas, recorrer pasillos laberínticos en busca de un probador y hacer cola para esperar a que alguno quedase libre. El remate final era el mal rato que pasaba encerrado en aquellas estrechas cabinas, con el simple cierre de una cortina que siempre dejaba ver desde fuera algo de lo que ocurría en el interior. Tenía que probarse cada prenda y salir para que Lola, que esperaba fuera, le viera y decidiera cuál le iba mejor al tono de su piel o al color de sus ojos, otro de los misterios de aquel rito que no alcanzaba a descubrir y, al que hacía mucho tiempo, había renunciado a encontrar una explicación lógica.

Después de veinte minutos, seguían detenidos. El hombre de los abastecimientos de aguas charlaba animadamente con una mujer al final del vagón. Se levantó para estirar las piernas y se acercó a ellos.

- Venga acá –le animó el otro- Parece que la cosa se alarga.

- A mí, es la segunda ocasión en que me ocurre  –dijo la mujer-. La vez anterior fue en un viaje que hice a Sevilla. ¡Estuvimos parados más de dos horas, ya ve usted! Reclamé pero no me sirvió de nada y ahora, ya ven, en las mismas. 

- Espero que esta vez no sea tanto tiempo–dijo él, por decir algo.

Pero no hubo suerte y el tren estuvo parado una hora larga hasta que pudieron reemprender la marcha. Era más de media mañana cuando hicieron la siguiente parada. Su compañero de asiento estaba de nuevo inmerso en su trabajo y él, sin curiosidad, por simple aburrimiento, miraba de hito en hito aquellas hojas llenas de anotaciones desordenadas, de una caligrafía desastrosa. Poca defensa tenía para la suya, pues tenía que reconocer que nunca había tenido una letra bonita, de esas que llamaban la atención por el buen trazo de los rasgos, pero al menos y, al contrario de la que estaba viendo, era legible.

 

Volvían a estar en marcha de nuevo, bajo un cielo de invierno continental recién estrenado, muy diferente del que, durante su niñez, había cobijado los veranos que había pasado en el pueblo natal de su madre. Alguna tormenta que otra lo ensuciaba esporádicamente, mas el resto del tiempo, podía gozar de una atmósfera limpia que variaba de tonalidad con el transcurso de las horas: azul por la mañana, casi blanco al mediodía, enrojecido al atardecer, negro salpicado de infinitas y minúsculas partículas brillantes en la noche. Habían pasado muchos años, aquél era un capítulo breve, lejano, de su biografía, mas los recuerdos que le venían a la memoria eran extraordinariamente lúcidos y, al evocarlos, saboreó intensamente aquel tiempo dulce, como el gusto que le dejaban en la boca las moras maduras, recién arrancadas a las zarzas en plena canícula. La sensación fue tan real que le trasladó allí de nuevo.

Sus padres le llevaban al pueblo a primeros de agosto. En aquellos años, el viaje duraba prácticamente todo el día y lo hacían en un autobús de línea en el que atravesaban de una Meseta a la otra y que no tenía más aire acondicionado que el que entraba por las ventanillas y por una claraboya que había en el techo. Al llegar, recorrían las calles cargados con las maletas hasta la plaza en la que estaba el ayuntamiento y, luego, emprendían la subida de la costanilla que salía a la izquierda, arrimándose a la sombra de la pared hasta llegar a la casa de sus abuelos. Ante su mirada infantil, para ellos el tiempo parecía haberse detenido y reconocía en sus facciones y en sus ropas un calco de las del verano anterior. Así hiciese un calor endemoniado, su abuelo siempre iba cubierto con una visera para protegerse de los rigores del sol y llevaba el chaleco bien cerrado sobre una camisa blanca rayada de algodón. También la imagen de su abuela era la misma, el mismo vestido liso y largo, la misma corta melena de pelo gris que apenas encanecía, sujeta a ambos lados con horquillas, los mismos aretes de plata vieja luciendo en los lóbulos de sus orejas. Todo permanecía como lo había dejado o, al menos, así se lo parecía. La noche de su llegada apenas dormía, tal era su ansia por dar comienzo a sus correrías por el pueblo y contaba las horas que faltaban para que sus padres iniciaran el viaje de regreso, sin él. Al fin, llegaba el momento de despedirse de ellos y de quedarse en el quicio de la puerta, viendo cómo se alejaban calle abajo, hacia la parada del autobús. No sentía tristeza, sino un alegre alborozo, como si un enano saltarín estuviese bailando dentro de su estómago y le hiciese cosquillas, se sabía libre de tareas y de normas por todo un mes, y el goce de su particular independencia agosteña comenzaba en aquel mismo instante.

La vivienda familiar era pequeña, pero acogedora. Para acceder a ella había que franquear una puerta de madera desgastada y negruzca que tan solo se cerraba dos veces al día: por las tardes, durante la siesta, cuando su abuelo deslizaba un gran tranco que la atravesaba horizontalmente, hasta dejarlo encajado en el hueco horadado en la pared; y por las noches cuando, además del tranco, daban dos vueltas a la llave de hierro que siempre tenía colocada en la cerradura, untuosas ambas de aceite para evitar la herrumbre. El zaguán era minúsculo, pero idóneo para los juegos en tardes de granizo, goterones y relámpagos. El espacio del zaguán a la vivienda lo salvaba un patio  con las paredes encaladas. Cuando el sol llegaba a su cenit y las encandecía, era aconsejable no mirar hacia ellas directamente so pena de sufrir ceguera durante unos minutos a causa de aquel arrebatado resplandor. Luego estaba la escalera, de cemento, vieja, que ascendía hasta el desván donde su abuelo guardaba los trastos inservibles. Estaba adosada a uno de los muros por el lado derecho y el vacío del flanco izquierdo quedaba salvado por los geranios y los trepadores, en cuyas ramas nacían, arracimadas, flores blancas, rosas, bermellonas y púrpuras. Su abuelo le permitía regar las macetas cada atardecer y, entonces, gracias a la prodigiosa comunión del agua y del calor, una fragancia intensa perfumaba el aire del patio. Bajo el hueco de la escalera tenían dos grandes tinajas de barro cuyas bocas tapaban con sendas planchas de madera, limpias como patenas, que servían para mantener el agua fresca. Por aquel entonces, era costumbre aprovechar el agua de los pozos que había en el pueblo y era habitual que los vecinos se afanaran en su trasiego desde las plazuelas a las casas, cargados con cubos de latón. Su abuelo también lo hacía y él solía acompañarle. Transportaban varios cubos en una pequeña carretilla y, al llegar al pozo, su abuelo ataba una delgada soga a uno de ellos y lo lanzaba al fondo hasta que oía el ruido sordo que producía al chocar contra el agua. Lo movía de un lado a otro con pericia y experiencia, y lo rescataba de la negrura rebosante de agua plateada, repitiendo la misma operación hasta que todos estaban llenos.

Aquel hogar apacible, sin artificios ni lujos, estaba amueblado con los enseres necesarios para vivir. La habitación de sus abuelos era amplia y la cocina también, pero la alcoba en la que él dormía era diminuta, apenas un espacio robado al comedor en el que cabían justos la alta cama de barrotes de hierro, la mesilla, un par de sillas y dos anaqueles de mármol sobre los que reposaban dos valiosos tesoros: una vieja caja metálica que su abuela utilizaba para guardar las fotos familiares, y una pequeña bola de cristal, en la que nevaba sobre una casita marrón y un arbolito verde de plástico siempre que él quería, incluso en pleno agosto. Para poder cogerla, Samuel tenía que subirse a la cama y pisotear el colchón de lana que Nana, una mujer del pueblo, deshacía y recomponía cada año. Nana era bajita, seca, puro hueso, pero tenía manos fuertes y brazos fibrosos, conseguidos a base de años de golpear las guedejas de lana con dos largas y flexibles varas de madera. Mientras lo hacía, las varas emitían un silbido hipnótico que se repetía de manera rítmica hasta que aquella nervuda mujer daba por finalizada la labor, dejando la lana totalmente desenredada y suave. Después, la esparcía sobre una gran pieza de tela rayada que había extendido en el suelo -bien barrido y limpio de brozas-, la cubría con otra tela del mismo tamaño y se sentaba para unir y coser los bordes con una rapidez asombrosa. Por último, se armaba con una gran aguja y varias tiras delgadas de una tela fuerte que enhebraba en ella, punzaba decidida aquella especie de tarta gigante y mullida, y hundía el estilete para atravesarla de lado a lado. Sacaba la aguja de vuelta, casi en el mismo lugar de la primera hendidura, y hacía un nudo con los entremos de la tira, apretando bien fuerte, creando pequeños compartimentos de lana que parecían montañas entre los nudos que fijaba en una línea recta trazada con precisión magistral. Y, todo aquel trabajo, lo hacía bajo su atenta y curiosa mirada de niño, que no dejaba de asombrarse al ver cómo aquella mujer conseguía sacar tal fuerza de aquel cuerpo diminuto. Alguna vez probó y cogió las varas para imitarla, pero lo único que consiguió fue enredar las guedejas y lanzarlas fuera del confín listado que marcaba la tela, ante la risa divertida y sonora de la mujer.

También disfrutó en el pueblo del cine de verano, el que instalaban cada año en un solar que en invierno estaba lleno de hierbajos y que la familia que llevaba el negocio, se encargaba de adecentar para la temporada del estío. En la pared del fondo emplazaban una gran pantalla de tela y, frente a ella, colocaban hileras de sillas de madera -de las de tijera, con las que se corría el peligro de pillarse los dedos si no se andaba listo-. Formaban dos cuerpos separados por un pasillo central que permitía tanto que la gente se sentara cómodamente como que la imagen de la máquina de proyección, instalada en un cuartucho en el fondo opuesto a la pantalla, llegase sin problemas hasta ella. Cuando el encargado ponía la máquina en marcha se oían las exclamaciones nerviosas de los chiquillos, los "ya empieza" y alguna que otra voz reclamando en alto a los de las primeras filas que se sentaran para dejar ver a los de atrás. Comenzaba entonces el revoloteo de diminutas partículas de polvo brillante que se arremolinaban en el aire y quedaban encerradas en un haz blanquecino y rectilíneo, que iba disparado hacia la pantalla. El resultado de aquella pócima de luces era que los muros desconchados del solar desaparecían como por encanto, que las diligencias atravesaban los desiertos lejanos e interminables, que los indios hablaban en lenguas extrañas a los duros vaqueros, que había peleas en las que las armas más peligrosas eran enormes tartas de nata, y que un bailarín, enamorado, cantaba bajo la lluvia mientras, en el calor de la noche, el público bebía "Fantas" heladas, comía patatas fritas y creaba alfombras de cáscaras de pipas sobre la hierba reseca.

Así eran algunas de su noches entonces, complemento de días de cielo azul surcado por el sosegado vuelo blanquinegro de las cigüeñas, de pipas envasadas en paquetes de papel que un hombre vendía en los soportales de la plaza y que le dejaban los labios resabiados de sal, de siestas de bochorno y de chicharras, testigos ruidosos de sus escapadas, de su deambular por las calles desiertas y de su regreso a casa, sofocado y sin aliento. Habían sido numerosas las mañanas en las que había estado pendiente del reloj de la plaza para no llegar tarde a comer, y también muchas fueron las tardes de exploración en las ruinas del monasterio, en compañía de otros chicos del pueblo, escarbando con palos las paredes de adobe -derrumbadas por el tiempo y el olvido a partes iguales-, en busca de tesoros y de lagartijas. Cuando la sed y el hambre apretaban corrían, llenos de polvo, a recoger de las mesas la merienda de pan con chorizo o con chocolate y la sandía fresca. Con el ocaso llegaba el indulto del sol y los patios se convertían en territorio franco, ya todas las puertas estaban abiertas y ya la casa de uno era la casa de todos. Alguien entraba a pedir prestada cualquier cosa, o a devolverla, si era el caso; otro iba a preguntar por algún enfermo convaleciente o a despedirse si se iba de viaje, o a saludar al que había llegado para ver a la familia desde la ciudad. También eran los patios lugar de comadreos a la fresca de las higueras, pero eso a los chavales les traía sin cuidado. Pasaban corriendo al lado de padres, tíos, abuelos y vecinos quienes, sin levantarse de las sillas, les reprendían por ir a tontas y a locas, aprovechando la coyuntura para encargarles cualquier recado que ellos hacían encantados, seguros de que una propina les esperaba cuando lo realizasen. Cada jornada comenzaba igual y tenía, también, igual fin, recuas de niños corriendo calle abajo y calle arriba, jugando al escondite al amparo de las sombras, adultos hilvanando conversaciones en poyos y hamacas hasta que llegaba el momento de las “buenas noches” y los “hasta mañana, si Dios quiere”, el santo y seña para cerrar un día y quedar en espera del siguiente, si Dios quería. Cuando, en las ventanas, las luces se apagan, las palabras quedaban flotando en el aire, etéreas y palpitantes como las partículas del cine, como las estrellas y, entonces, el silencio, ancestral y majestuoso, lo llenaba todo.

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Su Brigadoon estaba a salvo, atemporal, reluciente como cobre recién bruñido y nadie podría arrebatarle jamás su pueblo dormido. Una parte importante de su vida se había volatilizado. Si las lagunas de su memoria actuaban como ladronas, jactándose de arrebatarle lo que era suyo o, por el contrario, eran ángeles que le ayudaban  a recomenzar sin lastre, no lo sabía. Su cerebro había quedado hecho papilla. El doctor Galba le había aconsejado calma. “Tu cerebro te defiende –le había dicho en más de una ocasión-. Dentro de poco, te dejará ver lo que ahora te oculta”. Él estaba bien así y no anhelaba que el telón se descorriera. Los fantasmas de su pasado no le reservaban momentos benévolos, no podía deshacer lo hecho ni tampoco podía reconducir su camino desde el punto en que todo comenzó a convertirse en barro, de modo que agradecía que el rastro de sus años de desventura se hubiese perdido en la nebulosa de la inconsciencia. Lola y el sabor dulce de las moras, con aquello le bastaba para ir en busca de la buena fortuna. 

Rosa María Bobillo. Julio de 2018.

Brigadoon
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