Voluntad.
Aquella metamorfosis transitoria, fugaz y no buscada, se producía cualquier día, en cualquier momento, de repente y sin que la presintiera. Y, una vez más, así fue. Su cuerpo de piedra, erguido e inmóvil, no evidenciaba el más leve signo de vitalidad. Su rictus no era alterado por expresión alguna y, aunque sus labios permanecían entreabiertos, su voz se sabía condenada. La mirada había huido del acero de sus ojos y ahora vagaba desorientada, buscando un punto de referencia en la lejanía, mirando más allá. Más allá del agua. Más allá de aquel espacio y de aquel instante. Más allá de él y, sin embargo, tan dentro de él, que le parecía estar viendo sus entrañas. Sus oídos quedaron sordos al rumor de la brisa que se filtraba entre las ramas de los árboles. Sordos al murmullo suave y lento del río, al gorjeo de los pájaros, al crujir de los troncos agobiados por el calor. Sus manos, sin capitán que las gobernara, quedaron abandonadas en los bolsillos del pantalón, livianas y quietas. Sin tacto, eran así tan mudas como su garganta.
Al mirarlo, cabría pensar que estaba absorto, contemplando el paisaje que tenía ante sí. Nada más lejos de la realidad. Ya no estaba allí porque el hechizo se había completado. Había dejado sus pies plantados sobre la hierba, como si de un árbol más se tratara, y su mente era ya la morada de un torbellino de imágenes de otro tiempo, llegadas en silencioso vuelo, como los pájaros de invierno. Aquellas huidizas aves del frío revoloteaban dentro de él en un caos de sonidos y figuras desdibujadas y no tenía más opción que resignarse y aguantar hasta que, igual que habían llegado, regresaran al escondrijo del que habían salido para ocultarse y desvanecerse, impidiendo así que pudiera atraparlas.
Supo que estaba de regreso cuando un estremecimiento le liberó de la hipnosis. El tiempo detenido reclamaba su compás y esa era la primera señal. Luego vinieron las demás, todas, viejas conocidas. La convulsión que aceleró el ritmo de su pálpito; el torrente que llevó la electricidad desde la raíz de sus cabellos hasta las puntas de sus dedos; el estallido de fuerza que le hizo tiritar y erizó su piel. Aturdido, con la sensación de salir de un profundo, borroso y pesado sueño, parpadeó varias veces para disolver la húmeda cortina de sus ojos. Tenía que regresar con los demás pero, antes, dio tiempo a sus pulmones para que apaciguaran la respiración. Las manos, renacidas del letargo, le ayudaron a secar las transparentes perlas de sudor de sus sienes y a dulcificar la expresión transfigurada de su cara. Con la disciplina de un gladiador y el alma rendida a la fatiga, se giró hacia el lugar desde el que llegaban las voces y caminó hacia ellas, recuperando la compostura, preparando una sonrisa que no le delatara. Como si nada hubiera ocurrido. Al fin y al cabo, todo era cuestión de voluntad.
Rosa María Bobillo. Septiembre de 2024